De la bioética clínica a la bioética global: treinta años de evolución (página 2)
II. Primer acto: Revolución
liberal y gestión
del cuerpo
El paternalismo entró en crisis hace ya
siglos, con las llamadas revoluciones liberales. Recordemos
brevemente lo que sucedió. A partir del año 1517,
fecha en que Lutero hace públicas sus noventa y cinco
tesis, se
inician las guerras
modernas de religión entre
protestantes y católicos. Duraron más de siglo y
medio. El objetivo de
esas guerras, en un principio, fue la aniquilación del
contrario. No se podía tolerar que alguien defendiera
tesis que iban contra la doctrina de la Iglesia de
Roma. Esto es lo
que en historia se
conoce con el nombre de debate sobre
la tolerancia. La
tesis oficial fue que quienes defendían creencias
distintas de las oficiales eran herejes, personas difusoras de
doctrinas religiosas erróneas y peligrosas y que, por
tanto, debían retractarse o desaparecer. Si a quienes
quitan la vida del cuerpo se les condena a muerte, dice
Santo Tomás, cuánto más a quienes atentan
contra la vida del alma. La
intolerancia era considerada una virtud y la tolerancia, un
vicio.
Éste fue el punto de partida. Pero el punto de
llegada iba a ser muy distinto. En primer lugar, porque ninguno
de los dos bandos tuvo la capacidad de exterminar al otro.
Según pasaba el tiempo, cada
vez era más necesario llegar a un armisticio, a una
especie de "coexistencia pacífica"; dicho de otro modo,
había que aprender a "tolerar" al discrepante, a pesar de
que no tuviera las mismas creencias. Es el descubrimiento del
llamado "principio de la tolerancia", uno de los grandes temas
del siglo XVII: A partir de él se fue elaborando toda la
teoría
de la "libertad
religiosa", entendida ésta como un derecho humano. Los
seres humanos son respetables porque son seres humanos, no porque
tengan los mismos valores
o compartan las mismas creencias. Hay que respetarlos en
su diversidad. Ese es el concepto de
"libertad de conciencia", que
en el siglo XVII cobra cuerpo. Se ha iniciado el mundo moderno,
la homogeneidad de valores va poco a poco diluyéndose , y
se impone el acuerdo de que los valores de
las personas tienen que ser en principio respetados, aunque no
coincidan con los nuestros. Es el llamado "derecho a la libertad
de conciencia."
En torno a este
descubrimiento fundamental se elabora la teoría de los
derechos
humanos básicos, o derechos personales o
subjetivos, el derecho a la vida, a la salud, a la libertad de
conciencia y a la propiedad.
Locke es el primero que los formula de este modo. La
afirmación de estos derechos supone el reconocimiento de
la autonomía de los individuos para gobernar su vida y sus
asuntos. En primer lugar, los asuntos religiosos. Ya lo hemos
visto. Pero muy pronto se llevó este mismo espíritu
al tema de los asuntos políticos. De hecho, las
revoluciones liberales, a la cabeza de todas la Revolución
Francesa, se hizo con la carta de
derechos humanos por estandarte. Todos los hombres tienen derecho
a intervenir en la elaboración de las leyes y en el
gobierno de la
cosa pública. Del régimen absolutista o
monárquico se pasa al régimen democrático.
El soberano ya no es el monarca sino el pueblo.
Pues bien, esa revolución liberal que admite el
pluralismo y la autogestión de las creencias religiosas y
de las opiniones políticas
y que triunfa en los siglos XVII y XVIII, no llega en esa
época al espacio de la gestión del cuerpo. Es un
fenómeno realmente sorprendente. La revolución
liberal no llegó a la medicina.
Aquí las decisiones importantes seguían
tomándolas los médicos de acuerdo con su sistema de
valores, no con el sistema de valores del paciente. Por eso cabe
decir que en este espacio de la gestión del cuerpo el
paternalismo ha llegado hasta la segunda mitad del siglo XX. Y lo
que se dice de la medicina es extensible a las otras dimensiones
de la gestión del cuerpo. Así, por ejemplo, la
ética
sexual, o la ética de la vida y de la muerte han
seguido en manos de los teólogos y las iglesias,
exactamente igual como sucedía con la ética
política
antes de las revoluciones liberales. El respeto de la
autonomía, es decir, de los sistemas de
valores de las personas, no ha llegado a ese ámbito
más que en las últimas décadas.
Veamos el caso concreto de la
medicina. Si el modelo
clásico de relación clínica era el que hemos
llamado vertical o monárquico, basado en relaciones de
mandato y obediencia, a comienzos del siglo XX comienzan a
introducirse novedades que obligarán a sustituir ese
modelo por otro que cabe denominar "oligárquico", en el
que el profesional se ve obligado a compartir su poder con
otros compañeros, pero sin por eso renunciar a la
relación vertical. Sólo en las últimas
décadas la relación clínica se ha
horizontalizado, y ello por razones que se gestaron fuera del
ámbito de la medicina. No han sido los médicos
quienes han liderado ese cambio. Todo
lo contrario. La medicina ha ido a remolque de otras muchas
instituciones
sociales, como la política o la familiar, en las que la
nivelación de los roles se inició bastante antes.
El resultado de este proceso ha
sido la inclusión de los pacientes en el proceso de
toma de
decisiones y, de esta forma, la democratización de las
relaciones sanitarias. En el momento en que los usuarios han
pasado a participar activamente en el proceso de toma de
decisiones, éste ha dejado de ser monárquico u
oligárquico, para tornarse en claramente
"democrático".
Esto equivale a decir que en las últimas
décadas se ha producido una auténtica
revolución o, quizá mejor, que ha tenido lugar la
revolución liberal en un nuevo espacio, que ya no es el
religioso ni el político, sino el de la gestión del
cuerpo. Como en los dos casos anteriores, se trata de superar el
paternalismo y considerar a los individuos autónomos y
libres para tomar sus propias decisiones; decisiones sobre sus
creencias religiosas, sobre sus opciones políticas y sobre
la gestión de su cuerpo y de su sexualidad, de
su vida y de su muerte. Mientras los individuos sean adultos y
capaces, mientras no se trate de niños o
de incapaces, nadie tiene derecho a prohibir la
autogestión del cuerpo y de la vida de cada uno, de
acuerdo con su propio sistema de valores y de creencias. Frente
al paternalismo, la autonomía de los ciudadanos en el
campo de la gestión del cuerpo, de la sexualidad, de la
vida y de la muerte. Esto se produce sobre todo a partir de los
años sesenta. De ahí la importancia que adquieren
los movimientos a favor de los derechos civiles de aquellos
colectivos sociales que no los disfrutaban en plenitud,
afroamericanos, mujeres, enfermos, grupos gay, etc.
En el caso concreto de la medicina, la aparición de los
códigos de derechos de los enfermos y todo el tema del
consentimiento informado obedecen a esta mentalidad, que toma
cuerpo en la década de los años sesenta y empieza a
dar sus frutos maduros en los años setenta.
III. Segundo acto: Justicia
social y distribución equitativa de recursos en
salud
Los años setenta trajeron novedades importantes
que obligaron a plantear nuevos problemas. La
década se abrió con una famosa crisis
económica, la crisis de 1973, la primera crisis de
recursos en la historia de la humanidad. Ella ha sido considerada
en múltiples ocasiones como el final de la economía keynesiana y
el comienzo del declive del Estado de
bienestar. Los sistemas de seguro
público empezaron a tener problemas graves de
financiación, lo que a su vez planteó cuestiones
hasta entonces prácticamente desconocidas en
ámbitos como el de los seguros
obligatorios de asistencia sanitaria, en especial el
fenómeno de la explosión de costes y los criterios
de distribución de recursos escasos.
Las bases teóricas del Estado de bienestar se
instalaron, como es bien sabido, a partir de las revoluciones
sociales de la segunda mitad del siglo XIX. El resultado de esas
luchas fue la proclamación de una segunda carta de derechos
humanos, los llamados derechos económicos, sociales y
culturales, entre los que estaba el derecho a la asistencia
sanitaria. Ése es el origen de los seguros públicos
y obligatorios de enfermedad, que fueron apareciendo poco a poco
en la práctica totalidad de los países europeos.
Tras la revolución liberal, cuyo estandarte fueron los
derechos civiles y políticos, ahora se había
producido otra, en la cual las reivindicaciones tenían un
carácter más material y tangible. Ya
no se trataba de conquistar la libertad frente a las leyes
serviles o a los caprichos del monarca y la nobleza, sino de
gozar de las condiciones necesarias y suficientes para que esa
libertad pudiera ser ejercida realmente. De ahí que los
movimientos socialistas esgrimieran siempre la tesis de que sin
los derechos económicos, sociales y culturales, la
conquista de los derechos civiles y políticos tenía
un carácter más formal que real. Los estratos
más desprotegidos de la sociedad
seguían sufriendo, a pesar de las revoluciones liberales,
las consecuencias de la ignorancia, de la marginación y
siendo objeto de abuso por parte de los demás miembros de
la sociedad. Sólo la puesta en práctica de esa
segunda tabla de derechos humanos, podía convertir en
realidad lo que hasta entonces había sido sólo un
sueño, la igualdad
básica de oportunidades entre todos los miembros de una
sociedad o un Estado.
Adviértase lo que esto suponía. De lo que
se trataba era de reformular como obligaciones
perfectas o de justicia, muchas de las que hasta entonces
habían sido consideradas obligaciones imperfectas o de
beneficencia. Dicho de otro modo, se trataba de acabar con el
viejo paternalismo, haciendo pasar esos deberes a un nuevo
concepto que hubo que crear entonces, el de "justicia social".
"Del paternalismo a la justicia social": ése fue el grito
de los revolucionarios de 1848 y de los movimientos sociales
posteriores a tal fecha. Muchos de los deberes que el Estado
liberal consideró privados o de beneficencia,
debían verse como públicos o de justicia. Por
tanto, no eran deberes imperfectos, o deberes no correlativos a
derechos, sino muy al contrario, deberes generados por los
derechos de las demás personas. De ahí que, por
ejemplo, la asistencia sanitaria pasara de verse como una
obligación privada de beneficencia a considerarse un deber
público de justicia, de lo que entonces empezó a
llamarse justicia social. Por eso el Estado se vio en la
obligación de procurar una asistencia mínima
decente o decorosa a todos, y a todos por igual.
Pues bien, esto que comenzó a gestarse a mediados
del siglo XIX y que fue tomando cuerpo, especialmente en los
países europeos, a lo largo del siglo XX, muy en
particular en las décadas posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, entró en crisis en torno a 1973. Hasta
entonces todo había ido bien, excesivamente bien. El
concepto de justicia social funcionaba sin grandes problemas y el
Estado social de mercado
parecía sólidamente establecido en la
mayoría de los países occidentales.
La explosión de costes y la aparición de
números rojos en las cuentas de
prácticamente la totalidad de los sistemas de seguro
público fue un poderoso toque de atención al conjunto de la sociedad. Era
necesario analizar con más detalle el tema de la justicia,
el concepto de justicia social. ¿Cuáles eran,
realmente, las obligaciones del Estado en este campo?
¿Eran absolutas? ¿Eran totales? ¿Qué
debía entenderse por justicia social? Ese fue el gran tema
de la segunda mitad de los años setenta y sobre todo de
los ochenta, y fue también la gran novedad en los debates
de la bioética a
lo largo de su segunda década de existencia. De fijar la
atención en el tema de la autonomía pasa a ponerse
ahora el énfasis en el de la justicia.
Recordemos algunas fechas muy significativas. El
año 1971 aparece el gran libro de John
Rawls, A Theory of Justice(1), probablemente el de mayor
importancia en esta materia a todo
lo largo de la centuria. Unos años después, en
1974, le contesta Robert Nozick con Anarchy, State, and
Utopia(2), y a partir de ese momento se inicia un debate que
ha durado no menos de una década. No hay por qué
seguir aquí su desarrollo en
detalle. Sí conviene recordar que ese debate general
repercutió inmediatamente en bioética, donde el
tema de la justicia ocupó y preocupó de modo muy
importante a todo lo largo de la década de los años
ochenta. Es significativo a tal respecto, por ejemplo, que Norman
Daniels, uno de los bioeticistas más significativos en
este campo, empezara a aplicar las teorías
de Rawls a la asistencia sanitaria en torno a 1980, y que sus dos
libros
más importantes, Just Health Care(3) y Am I
My Parents’ Keeper?(4), se publicaran los años
1985 y 1988.
Del interés
por la autonomía a la preocupación por la justicia.
Son dos dimensiones de la vida moral que se
exigen mutuamente, pero que también entran en permanente
conflicto. Sin
una justicia que asegure la igualdad básica de
oportunidades de todos en la vida social, la autonomía se
vuelve retórica. De ahí que fuera necesario
relegitimar el Estado liberal mediante la adopción
de los derechos económicos, sociales y culturales. Y de
ahí que en bioética se diera un fenómeno muy
similar, y de la defensa de la autonomía de los pacientes
se pasara pronto a la preocupación por la justicia
sanitaria. Fue el segundo escenario, el segundo acto de esta
representación. Pero la cosa no acaba aquí. Porque
hay, al menos, otro más, el tercero, que ha ido cobrando
progresiva importancia a lo largo de estos últimos
años. Veamos en qué consiste.
IV. Tercer acto: Globalización, medio ambiente
y futuras generaciones
Los años noventa han aportado su propia novedad.
El término que mejor la define es, quizá, el de
"globalización". Vivimos en la aldea global.
Las comunicaciones
permiten saber lo que sucede en cualquier lugar del planeta en
tiempo real y desplazarse físicamente allí en muy
pocas horas. Las fronteras de los Estados nacionales se han
quedado pequeñas y los problemas son cada vez más
globales, afectan a todos. El mercado de
capitales y el comercio se
han internacionalizado como nunca antes. De ahí que cada
vez se haga más necesario pensar en términos
globales. Hay que globalizar la economía, porque
sólo así será posible conseguir lo que ahora
se propone como objetivo fundamental, el "desarrollo
sostenible" de todos, frente al desarrollo insostenible del
primer mundo y al subdesarrollo,
también insostenible, del tercero. Sin desarrollo
sostenible no podremos conservar el medio ambiente ni
asegurar un futuro digno a las próximas generaciones. Se
está produciendo una nueva revolución que, como las
dos anteriores tiene como consecuencia el surgimiento de una
nueva tabla de derechos humanos, los derechos del medio ambiente
y los derechos de futuras generaciones. Una vez más,
cuestiones que eran consideradas de gestión privada pasan
a convertirse en deberes públicos o de justicia.
Sólo así seremos capaces de proteger la vida, el
presente y el futuro de la vida. He aquí el nuevo frente
que se le ha abierto a la bioética.
Esto, a su vez, obliga a cuestionar las estructuras
políticas vigentes. Una nueva generación de
derechos humanos conlleva necesariamente un nuevo proceso de
legitimación de las instituciones
políticas. Es el tema de "democracia y
bioética". No es la primera vez que esto sucede. Cada
generación de derechos humanos ha tenido por objeto
legitimar al poder político. Los derechos civiles y
políticos legitimaron el Estado liberal frente al absolutismo
propio del antiguo régimen. Lo que se empezó a
decir entonces fue que las leyes emanadas del Estado absolutista
eran legales pero no legítimas. Por eso hubo que instaurar
los parlamentos democráticos. Algo similar sucedió
a partir de 1948. La aparición de los derechos
económicos, sociales y culturales tuvo por objeto dotar de
nueva legitimidad a los Estados, haciéndoles pasar de
meros Estados liberales a Estados sociales. No parecía
fácil ir en el futuro más allá de ese punto.
¿Cabía imaginar nuevos procesos de
legitimación? Las luchas entre el Este y el Oeste que
salpicaron la historia de Occidente desde 1848, y sobre todo
desde 1917 hasta la caída del muro de
Berlín, el año 1989, tenía que conducir
necesariamente a la reforma del Estado liberal y a la
aparición del Estado social. Pero más allá
de éste no era posible concebir ningún otro. La
historia parecía terminar ahí. Y sin embargo, poco
a poco se ha ido abriendo paso un nuevo horizonte de problemas.
La tensión entre el Este y el Oeste ha ido
difuminándose hasta desaparecer, y una nueva ha surgido,
ésta entre el Norte y el Sur. Ahora el conflicto se
plantea entre los países desarrollados y aquellos otros
que, eufemísticamente, se denominan en vías de
desarrollo. Es la confrontación de la vida, de la
supervivencia presente y futura y de la calidad de
vida. No se trata sólo de la vida humana sino de la
vida en general. La vida está amenazada. Y está
amenazada, precisamente, por el desarrollo insostenible de los
países del llamado Primer Mundo y por el subdesarrollo,
también insostenible, de los del Tercero. De ahí la
importancia de elaborar una nueva tabla de derechos humanos, los
derechos ecológicos y del medio ambiente, los derechos de
las colectividades y los derechos de futuras
generaciones.
El problema de estos derechos es que no son individuales
sino colectivos y que, por ello mismo, no pueden gestionarse
más que colectivamente, globalmente. En la primera
generación el marco de referencia era el individuo y en
la segunda, el Estado. Ahora las fronteras del Estado resultan
insuficientes o, mejor, inútiles, cuando no perjudiciales.
Los nuevos derechos son globales y exigen, pues, un nuevo tipo de
democracia, la llamada democracia global. La tesis que se va poco
a poco imponiendo es que el viejo Estado nacional surgido tras la
paz de Westfalia, en pleno siglo XVII, toca a su fin y que
estamos entrando en una nueva época en que todo, incluidas
la política y la ética, habrán de ser
globales o no serán nada.
¿Qué es globalizar? Por lo pronto, romper
las fronteras nacionales y permitir que todo lo que sucede en el
globo terráqueo se haga presente y se viva como propio por
cualquier miembro de la comunidad humana.
La
globalización de las comunicaciones permite ya estar
al tanto de las noticias de
todo el mundo, poder seguirlas en tiempo real y, de ese modo,
sentirlas como propias. Ahora todo afecta a todos. Esto es obvio
en el orden informativo y de las comunicaciones. Pero sucede
también en otros muchos ámbitos. Pensemos, por
ejemplo, en el financiero. Los mercados de
capitales se han globalizado, y cualquier pequeño
ahorrador del más remoto país puede invertir su
dinero en la
bolsa de cualquier otra parte del mundo. Lo mismo les sucede a
las mercancías. Por vez primera cabe hablar de un mercado
mundial. El acero que se
consume en Barcelona puede haberse producido en Japón o
en Corea y las fresas que comemos pueden ser chilenas.
Esta globalización económica plantea
inmediatamente problemas políticos. Ahora, por ejemplo, la
liberalización de las economías se convierte en un
principio sacrosanto. Se trata de algo tan revolucionario como lo
que sucedió en la época de Adam Smith. Si
entonces se luchó contra los monopolios mercantiles, ahora
se está derribando otro tipo de monopolios mucho
más poderosos, los Estados nacionales. La
globalización económica exige un nuevo tipo de
Estado, con una soberanía, digamos, "limitada".
Y todo esto conlleva una ética. Por primera vez
somos conscientes de que nuestras acciones
afectan al conjunto de todos los seres humanos, no sólo
presentes sino futuros. El principio de universalización
formulado por Kant adquiere
así un nuevo sentido, imposible de percibir a la altura
del siglo XVIII, la época en que Kant vivió. No se
trata ya de hacer una pirueta mental para comprobar si el
móvil de nuestra voluntad podría convertirse en
ley en una
sociedad de seres humanos dignos. Ahora no hacen falta esos
ejercicios de imaginación, porque por vez primera en la
historia tenemos la posibilidad de dar voz a todos
aquéllos que puedan verse afectados por el acto o la norma
en cuestión. Todos tenemos claro que las decisiones que se
toman en Washington o en Bruselas afectan a muchas más
personas que las que habitan en el interior de las fronteras de
Estados Unidos
o de la Unión
Europea. Muchas de esas decisiones, la mayoría,
afectan grande y gravemente a los países del Tercer mundo.
Ahora bien, si esto es así, ¿deberían ser
tenidos en cuenta sus intereses y no sólo los de los
habitantes de esas naciones o zonas? Evidentemente, sí. Y
ello por la misma razón por la que en los siglos XVII y
XVIII se concedió voz y voto a todos los ciudadanos de un
país. La tesis es que todos ellos tenían derecho a
intervenir en la formulación de las leyes, precisamente
porque eran los depositarios de la soberanía; eran
soberanos, el pueblo soberano. Ahora bien, ¿no cabe decir
por lo mismo que todos los afectados por una norma, por
más que habiten fuera de las fronteras nacionales,
deberían tener hoy la capacidad de debatirla e intervenir
en su aprobación o reprobación? Y si esto es
así, ¿no habría que hablar de algo
así como de una soberanía global?
En ética caben pocas dudas a este respecto. El
problema de nuestras democracias es que son poco
democráticas, es decir, poco representativas, o mejor,
poco participativas y poco deliberativas. Dicho de otro modo, el
problema de nuestras democracias es que poseen un grave defecto
de legitimación moral. ¿Cómo enjuagarlo?
Caben muchas posibilidades. Uno se imagina que a través de
las nuevas redes de
telecomunicación tiene que ser posible abrir la vida
política a la participación de todos los
interesados en algo, y que de ese modo puede suplirse este
defecto crónico de nuestros sistemas políticos. En
el tiempo de la Revolución francesa tenía sentido
que las provincias tuvieran que elegir sus parlamentarios, para
que fueran a París y los representaran. Ese fue el origen
de la llamada democracia representativa. Pero hoy, con los nuevos
sistemas de comunicación, parece que las cosas
debían organizarse de otro modo.
Quienes probablemente pondrán más
objeciones a este tipo de razonamientos serán, sin duda,
los políticos. Del mismo modo que en el antiguo
régimen había unos profesionales de la
política que eran los nobles, a partir de las revoluciones
liberales surgen otros, que son los llamados políticos a
secas, los políticos profesionales. Ellos están
convencidos que si bien el pueblo es soberano, no sabe gobernar.
Los que saben gobernar son ellos. De ahí que la democracia
se legitime a través de las urnas, pero dejando claro que
en éstas no pueden elegirse más que a
políticos profesionales. Lo que el ciudadano hace es
elegir entre ellos, nada más. El objetivo de las
votaciones no es otro que elegir a los gobernantes entre los
distintos miembros de la clase
política. Los políticos profesionales tienen bien
claro que quienes tienen que gobernar son ellos y no el pueblo.
De ahí la alergia que profesan a los sistemas o procedimientos
asamblearios. La democracia tiene que ser representativa, no
participativa.
El problema es si este punto de vista sigue siendo
válido hoy y, sobre todo, si lo va a seguir siendo en el
futuro. Dicho de otro modo, la cuestión está en
saber si los sistemas representativos son los adecuados para la
instauración de una verdadera democracia
global.
La opinión que empieza a cundir es que no. Hay
que ir más allá de los sistemas representativos,
hacia otros básicamente participativos y deliberativos. No
es que no tenga que haber políticos; es que deben adquirir
un nuevo estilo. Lo que quizá esté a punto de
desaparecer es el tipo de político surgido de la
Revolución francesa.
La cuestión está entonces en describir con
alguna precisión qué se entiende por democracia
participativa y deliberativa, o en qué han de consistir
ambos procedimientos, la participación y la
deliberación. La respuesta no es fácil. Basta
hojear la abundantísima literatura hoy existente en
torno a la democracia deliberativa, para darse cuenta de ello.
Pero esa misma producción bibliográfica, surgida en
las dos o tres últimas décadas, es a su vez un
excelente indicador de lo que está sucediendo en el
interior de la ciencia
política.
La clave está en el término
"deliberación". Aristóteles dejó dicho que la
deliberación es el método de
la racionalidad práctica y, por ende, el propio de las
decisiones técnicas o
artísticas, así como de las éticas y las
políticas. Se delibera para tomar decisiones, y las
decisiones son siempre y necesariamente concretas. Aquí,
pues, no valen los juicios universales. Si queremos que nuestras
decisiones sean correctas, habremos de tener en cuenta
también las circunstancias del acto y las consecuencias
previsibles. Las decisiones concretas no pueden tomarse en
abstracto. Un capitán de barco no puede guiarse
sólo por los principios
generales que se explican en los libros de náutica, sino
que, además, deberá tener en cuenta las
circunstancias concretas en que se encuentra la mar y su barco y
que, por tanto, han de ser tenidas en cuenta a la hora de tomar
la decisión, si es que pretende que ésta sea
prudente y razonable. Para conseguir esto último es para
lo que deberá deliberar. La deliberación es el
proceso intelectual de ponderación de los factores que
deben ser tenidos en cuenta en un proceso razonable de toma de
decisiones. Decimos razonable y no racional, porque nunca seremos
capaces de incluir todas las circunstancias de una
situación, y menos aún de prever todas las
consecuencias del acto. Esto es sencillamente imposible. La mente
humana no es nunca capaz de agotar la realidad. De lo que cabe
concluir que las decisiones concretas no pueden aspirar nunca a
la inerrabilidad o infalibilidad. Sus juicios no son como los del
álgebra
o la trigonometría.
Deben de ser razonables, pero no serán nunca
completamente racionales. Y ello por más de un motivo. En
primer lugar porque, como acabamos de decir, nunca tienen
carácter apodíctico. Y en segundo, porque en esas
decisiones juegan un papel importante no sólo las razones
sino también otros factores que no son racionales o que,
al menos no son completamente racionales, como los sentimientos,
los valores, las creencias, etc. No, el razonamiento
práctico no es apodíctico o demostrativo. Lo cual
permite entender que ante un mismo hecho puedan tomarse distintas
decisiones, todas ellas razonables y prudentes. La prudencia no
debe confundirse con el consenso, y menos con la
unanimidad.
La deliberación es, en consecuencia, un
método de conocimiento,
un procedimiento
intelectual, cuyo objetivo es la toma de decisiones, y de
decisiones prudentes. Se delibera dando razones y escuchando las
razones de los demás, en el convencimiento de que nadie
está en posesión de toda la verdad, precisamente
porque, como ya hemos dicho, la realidad siempre nos supera y
cualquier acontecimiento tiene más facetas de todas las
que nosotros podamos tener en cuenta. El propio proceso de
formación profesional es ya un sesgo para el análisis de la realidad. La
formación nos hace sensibles a ciertos rasgos de las
cosas, a la vez que deja en la penumbra otras. Un médico,
un pintor y un donjuán perciben cosas distintas ante un
cuerpo de mujer. Y un
banquero, un profesor de
arte y un
constructor perciben cosas distintas ante el espectáculo
que les ofrece una catedral gótica.
Todo lo que forma, deforma. Y todo lo que descubre,
encubre. El dirigir la mirada hacia algo y verlo con claridad,
exige siempre dejar en la penumbra otros aspectos de la cosa.
Nunca hay una claridad total. En este mundo no hay una luz que no
genere, ella misma, sombras. Como dijo y escribió Ortega,
la claridad total es característica que sólo puede
predicarse de Dios. Por eso no existe la verdad "total". El
término griego para verdad es alétheia,
que significa des-cubrimiento o des-velación. Se trata de
correr el velo que oculta a las cosas, descubrir sus secretos.
Pero esa desvelación, por lo dicho, es siempre parcial. De
ahí que no sea nunca del todo verdadera. Deliberamos para
buscar la verdad, para acercarnos a ella, pero siendo conscientes
de que nunca llegaremos a poseerla plenamente. Por eso las otras
perspectivas, los otros puntos de vista nos son necesarios. Se
delibera con los otros, con las otras personas, para conocer sus
puntos de vista sobre la cosa y de ese modo enriquecer nuestro
razonamiento con nuevas perspectivas. Cuantas más
perspectivas seamos capaces de integrar, más fácil
será que nuestra decisión merezca los calificativos
de prudente y correcta.
Tras lo dicho, tendría perfecto sentido concluir
que las decisiones sociales y políticas deberían
tomarse tras un amplio proceso de deliberación, en el que
intervinieran la totalidad de los afectados por ellas.
Sería la manera de legitimar moralmente esas decisiones,
de hacerlas realmente justas, válidas, legítimas.
De ahí la importancia que hoy tiene en filosofía
política el concepto de democracia deliberativa. La
democracia global debe ser deliberativa.
A esto responden los políticos diciendo que se
trata de una propuesta puramente ideal y, por tanto,
impracticable. ¿Sabe de hecho la gente deliberar? Es
indudable que la deliberación tiene unos requisitos: es
preciso partir del respeto al otro, a la diferencia, así
como saber argumentar, saber dar razones de los propios puntos de
vista y ser capaz de prestar atención a las razones de los
demás. Por eso Aristóteles incluyó a la
prudencia entre las virtudes dianoéticas o intelectuales.
Ahora bien, ¿sabe hacer esto la gente? Y aun en el caso de
que supiera, ¿estaría dispuesta a
hacerlo?
No es éste el momento de llegar al fondo de estas
cuestiones. Pero sí conviene advertir que esto es lo que
está planteando en toda su crudeza el tema de la pedagogía de la deliberación, o de
la
educación deliberativa. Hay que educar en la
deliberación a los niños ya desde la escuela primaria.
Esa es la propuesta que una de las más agudas
representantes de la democracia deliberativa, Amy Gutmann, ha
hecho en su espléndido libro Democratic
education(5), recientemente traducido al español.
La deliberación no es sólo una metodología; es también una
pedagogía, una ética y hasta una
ascética.
Y aquí entra en juego la
bioética. Porque la ética en general, y la
bioética muy en particular, tienen y no pueden no tener
por método la deliberación. La bioética es
deliberativa. O mejor aún, la bioética es, debe de
ser, tiene que ser una escuela de deliberación. Ése
es su objetivo. Esa deliberación tuvo por objeto en la
década de los años setenta el nivel que podemos
denominar "micro", el de la toma de decisiones en torno al propio
cuerpo. En la década de los setenta subió un
peldaño y se situó en el nivel "meso", el de las
decisiones institucionales y estructurales. Y en los años
noventa ha ampliado aún más sus horizontes,
abarcando también el nivel "macro", el propio de la
ética global. Son tres estratos de un mismo proceso, el
proceso deliberativo: el estrato personal, el
institucional y el global. Mi tesis es que se hallan internamente
articulados entre sí, de tal modo que el primero de ellos
conduce necesariamente al segundo, y éste al tercero y
que, por ende, deben verse como momentos de un todo
indisoluble.
¿Qué concluir de todo esto? A mi modo de
ver, dos cosas. Primera, que la bioética es cada vez
más consciente de que su método es la
deliberación. Y segunda, que el ejercicio de su propia
metodología la está llevando a enfrentar problemas
cada vez más globales, hasta el punto de que de ser una
disciplina
fundamentalmente clínica está pasando
paulatinamente a convertirse en un instrumento de análisis
social, institucional y político. Eso es lo que hace que
cada vez se la vea menos como una ética
profesional y más como una ética general,
interesada tanto por las dimensiones personales como por las
institucionales y globales. Hace ahora más de diez
años, en 1989, escribí, en el prólogo de mis
Fundamentos de bioética, estas líneas: "Si
en otros tiempos la medicina monopolizó las ciencias de la
vida, hoy eso no es así y, por tanto, sería un
error reducir el ámbito de la bioética al de la
ética
médica, o convertirla en mera deontología
profesional. Se trata, a mi parecer, de mucho más, de la
ética civil propia de las sociedades
occidentales en estas tortuosas postrimerías del segundo
milenio. "Hoy, ya doblado el cabo del nuevo milenio, no
sabría decir otra cosa.
Conclusión: Por una sociedad
deliberativa
El reto de los años setenta fue la
reivindicación de los derechos civiles de los enfermos,
tanto somáticos como mentales. En los ochenta el reto
pasó de los derechos individuales a los sociales, y el
debate giró en torno a los temas de justicia sanitaria. En
un cierto momento pudo parecer que no podía irse
más allá. Pero la década de los noventa nos
ha convencido a todos que aún era necesario ampliar el
horizonte y plantearse de frente otros nuevos derechos relativos
a la vida y a su gestión, que ya no son individuales ni
sociales, sino globales. Se trata de los derechos de la vida en
general y, en consecuencia, de los ecosistemas,
de la vida humana actual en su totalidad, y de las futuras
generaciones. Estos derechos no pueden gestionarse ni individual
ni socialmente, es decir, dentro de los límites de
las nacionalidades clásicas. Las naciones muestran siempre
una gran insensibilidad ante los problemas globales, aunque
sólo sea porque, como su nombre indica, se definen por el
nacimiento y, por tanto, por la pertenencia al grupo familiar
y étnico, al grupo de los próximos, no al de los
lejanos. Con los próximos se tienen vínculos
afectivos y emocionales que no se dan con los lejanos. Y eso
acaba teniendo consecuencias morales de primera categoría.
"Ojos que no ven, corazón
que no siente", dice la sabiduría popular. Los
emocionalmente lejanos difícilmente se nos convierten en
perentorio problema moral. De ahí la importancia de
aprender a pensar y sentir globalmente. Los derechos sobre el
medio ambiente, la búsqueda de un desarrollo sostenible,
más allá del desarrollo insostenible del primer
mundo y del subdesarrollo, también insostenible, del
tercero, y los derechos de las futuras generaciones, no pueden
gestionarse más que globalmente.
De ahí la importancia de que la
globalización pase de ser meramente mercantil y financiera
a convertirse en política. Ese es el objetivo de todo el
amplio movimiento
teórico en torno a las democracias participativas y
deliberativas. Por supuesto, hoy por hoy se trata de meras
teorías. Y para muchos, de teorías utópicas,
irrealizables. La deliberación exige grupos
pequeños, mucho más pequeños de los
mínimos concebibles en la práctica política.
Pues bien, ahí la ética y la bioética pueden
resultar de enorme utilidad. La
deliberación es el método clásico de la
ética. Una de sus funciones
sociales, quizá la principal, es la enseñanza y la práctica de la
deliberación. De ahí su importancia en orden a
lograr una verdadera democracia deliberativa. Sólo si las
sociedades aprenden a deliberar, la democracia deliberativa
podrá ser algún día realidad.
Quiero finalizar expresando mi convencimiento de que el
éxito
de la bioética se ha debido a la necesidad que la sociedad civil
siente de reflexionar y deliberar sobre los problemas relativos a
la gestión del medio ambiente, del cuerpo y de la vida de
los seres humanos presentes, y de nuestros deberes para con las
generaciones futuras. Ya no pueden ser los médicos, ni los
políticos, ni los economistas, ni tampoco los sacerdotes o
los teólogos quienes detenten el monopolio de
la decisión en este tipo de cuestiones. Ha de ser la
sociedad entera la que delibere y decida sobre ellas. Sólo
de este modo se conseguirá lo que, por lo demás,
todos consideramos imprescindible, el alumbramiento de un nuevo
mundo más humano; es decir, de una nueva cultura.
Referencias
1. Rawls J. A theory of justice. Cambridge,
Mass: Belknap Press of Harvard University Press; 1971.
2. Nozick R. Anarchy, state, and utopia. New
York: Basic Books; 1974.
3. Daniels N. Just health care. Cambridge, New
York: Cambridge University Press; 1985.
4. Daniels N. Am I my parents’ keeper?: an
essay on justice between the young and the old. New York:
Oxford University Press; 1988.
5. Gutmann A. Democratic education. Princeton,
N.J.: Princeton University Press; 1987.
Diego Gracia Guillén
Doctor en
Medicina. Director del Departamento de Salud
Pública e Historia de la Ciencia,
Universidad
Complutense de Madrid,
España.
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